miércoles, 14 de marzo de 2012

El Sinaloense Bohemio: un anciano irrumpe la cotidianidad del viaje en el camión Jabalíes

Julio Reyes
ESTABA YO agotado, pues habíamos tenido una jornada laboral muy atareada. Llevaba diez minutos esperando el Jabalíes. Ya me estaba hartando de ver el camión de todos menos el mío. Mis ojos se iluminaron cuando vi llegar un par de Jabalíes, sin mucha gente, a prisa, como jugando carreritas. Me subí en el que venía menos gente, para tener un recorrido más ameno. (Siempre he creído que los problemas aparecen más asiduamente cuando hay un conjunto excesivo de personas congregadas. Existe la frase de un rapero, que se cree poeta, que dice: “la vida me enseñó el refrán de que gente igual a mierda”. Hay otra frase popular que dice: “más gente, más problemas”. Y sólo debemos comparar el Distrito Federal con Mazatlán, o Mazatlán con la Cruz de Elota. Y en los camiones se ve reflejada tal hipótesis. Cuando el camión se llena, hay más disgustos por parte de los pasajeros, hay incomodidad, hay más calor, hay más intranquilidad. Hay quienes pueden estar tranquilos que una anciana que carga un niño en sus brazos y bolsas con comida no encuentre asiento, habremos quienes no lo estamos y nos vemos obligados a ceder el asiento).

El camión en el que me subí venía en término medio, o sea, medio vacío; alcancé un lugar hasta el fondo. Pronto se medio llenó de gentes que disgustan a los camioneros: estudiantes, por pagar con el descuento de credencial. Hay miles de historias sobre el desdén de los choferes sobre nosotros los estudiantes: pleitos, discusiones, demandas, manifestaciones (bueno, eso era antes, cuando Mazatlán se movilizaba). El otro camión estaba atascado atrás entre la multitud de camiones. Éste, el que abordé, arrancó el pavimento a toda velocidad hasta llegar a la Ley del Mar, todo para ganarle esa clientela al camionero que habíamos dejado atrás. Yo pensé que la Alianza había dejado ir dos camiones al mismo tiempo, para satisfacer las necesidades de la gente que vive en los suburbios, pues somos demasiados los que vivimos para estas zonas pre-urbanas/post-rurales, y muchas veces no alcanza un camión para transportar a todos, es casi imposible. Pero no, solo estaban jugando carreritas. Después de la Ley del Mar, continuó la prisa del camionero, pero ese ya no fue el tema…

El camión ya se había llenado. Había gente desde la puerta trasera hasta la de adelante. Yo estaba hasta atrás observando a todos, escuchándolos, emitían risas, palabras, había mucho ruido. Justo a espaldas del chofer, agarrado del tubo de arriba, estaba un señor del rancho el Habal, borracho hasta en los codos; llevaba camisa de cuadros, piel exageradamente morena por el sol, sombrero de ranchero enlazado en la papada y unos ojitos de marihuano. Se bamboleaba y miraba a todos, pero no le había dado significación a eso hasta que empezó a cantar: que los hombres son valientes, no se les puede negar, lo digo por el corrido, que ahorita voy a cantar, de un hombre que allá en la sierra, quisieron asesinar. Yo claramente pensé que se trataba de un sujeto que se había gastado el dinero en cerveza, y antes de llegar a su casa, debía tener dinero para el sustento de su familia, y su solución fue cantar en el camión, para que la gente se apiadara de él y le diésemos dinero. Pero no ocurrió así. Él no pidió dinero. Continuó cantando: a un lado de Mazatlán, ya lo estaban esperando, un grupo de pistoleros, tenían la orden de matarlo, pero sabían que de frente, no iban a poder lograrlo. Nadie le ponía verdadera atención, todos platicaban para si, y el anciano lo que quería era reconocimiento, eran aplausos. La señora que tenía el codo pegado casi a los genitales de tal sujeto, sentada frente a él, bajó de la unidad. El borracho murmuró con el chofer, se soltó del tubo y se derrumbó en el asiento recién desocupado; estaba como mantequilla untada al pan, y desde ahí, continuó cantando: terminó la balacera, y cinco muertos quedaron, Manuel llevaba tres tiros, que no lograron tumbarlo, y a los cuatro pistoleros, al infierno los mandaron. El viejo se puso de pie repentinamente, íbamos pasando por el panteón Renacimiento. Chofer, bájame en el Moro de Cumpas. Ya con esta me despido, y un consejo voy a darles, para matar a un valiente, tienen que saber llegarle, porque actuar sin precaución, la vida puede costarles. A parte de ser un narcocorrido, nos dejó un narcoconsejo. Nos subculturizamos los pasajeros. 

Este sujeto ya estaba a punto de bajar del camión cuando se vuelve a despedir con sus propias palabras hacia ruido que generaban los pasajeros, a la indiferencia que producía la lástima, la pena ajena, el respeto o la admiración de tal contingente: Voy a tomarme una cervecita al Moro de Cumpas, ahí está la banda tocando con orgullo y valor, desde bello puerto de Mazatlán, Sinaloa, un saludo para el Habal, pura gente bonita y trabajadora. Y las miradas indiferentes continuaron entre los pasajeros, ni adiós le dijeron.

Y lo de la gente bonita y trabajadora no me consta, nunca he ido al Habal. Pero vaya que éste sujeto cambió el cotidiano recorrido. En cuanto llegué a mi casa busqué la canción que cantó, y para sorpresa de muchos, aquí se las pongo, digna de reconocer, relatando una historia de tantas que suceden en el narcotráfico:


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