Julio
Reyes
ESTABA
YO agotado, pues habíamos tenido una jornada laboral muy atareada. Llevaba diez
minutos esperando el Jabalíes. Ya me estaba hartando de ver el camión de todos
menos el mío. Mis ojos se iluminaron cuando vi llegar un par de Jabalíes, sin
mucha gente, a prisa, como jugando carreritas. Me subí en el que venía menos
gente, para tener un recorrido más ameno. (Siempre he creído que los problemas
aparecen más asiduamente cuando hay un conjunto excesivo de personas
congregadas. Existe la frase de un rapero, que se cree poeta, que dice: “la
vida me enseñó el refrán de que gente igual a mierda”. Hay otra frase popular
que dice: “más gente, más problemas”. Y sólo debemos comparar el Distrito
Federal con Mazatlán, o Mazatlán con la Cruz de Elota. Y en los camiones se ve
reflejada tal hipótesis. Cuando el camión se llena, hay más disgustos por parte
de los pasajeros, hay incomodidad, hay más calor, hay más intranquilidad. Hay
quienes pueden estar tranquilos que una anciana que carga un niño en sus brazos
y bolsas con comida no encuentre asiento, habremos quienes no lo estamos y nos
vemos obligados a ceder el asiento).
El
camión en el que me subí venía en término medio, o sea, medio vacío; alcancé un
lugar hasta el fondo. Pronto se medio llenó de gentes que disgustan a los
camioneros: estudiantes, por pagar con el descuento de credencial. Hay miles de
historias sobre el desdén de los choferes sobre nosotros los estudiantes:
pleitos, discusiones, demandas, manifestaciones (bueno, eso era antes, cuando
Mazatlán se movilizaba). El otro camión estaba atascado atrás entre la multitud
de camiones. Éste, el que abordé, arrancó el pavimento a toda velocidad hasta
llegar a la Ley del Mar, todo para ganarle esa clientela al camionero que
habíamos dejado atrás. Yo pensé que la Alianza había dejado ir dos camiones al
mismo tiempo, para satisfacer las necesidades de la gente que vive en los
suburbios, pues somos demasiados los que vivimos para estas zonas
pre-urbanas/post-rurales, y muchas veces no alcanza un camión para transportar
a todos, es casi imposible. Pero no, solo estaban jugando carreritas. Después
de la Ley del Mar, continuó la prisa del camionero, pero ese ya no fue el tema…
El
camión ya se había llenado. Había gente desde la puerta trasera hasta la de
adelante. Yo estaba hasta atrás observando a todos, escuchándolos, emitían
risas, palabras, había mucho ruido. Justo a espaldas del chofer, agarrado del
tubo de arriba, estaba un señor del rancho el Habal, borracho hasta en los
codos; llevaba camisa de cuadros, piel exageradamente morena por el sol,
sombrero de ranchero enlazado en la papada y unos ojitos de marihuano. Se
bamboleaba y miraba a todos, pero no le había dado significación a eso hasta
que empezó a cantar: que los hombres son valientes, no se les puede negar,
lo digo por el corrido, que ahorita voy a cantar, de un hombre que allá en la
sierra, quisieron asesinar. Yo claramente pensé que se trataba de un sujeto
que se había gastado el dinero en cerveza, y antes de llegar a su casa, debía
tener dinero para el sustento de su familia, y su solución fue cantar en el
camión, para que la gente se apiadara de él y le diésemos dinero. Pero no
ocurrió así. Él no pidió dinero. Continuó cantando: a un lado de Mazatlán,
ya lo estaban esperando, un grupo de pistoleros, tenían la orden de matarlo,
pero sabían que de frente, no iban a poder lograrlo. Nadie le ponía
verdadera atención, todos platicaban para si, y el anciano lo que quería era
reconocimiento, eran aplausos. La señora que tenía el codo pegado casi a los
genitales de tal sujeto, sentada frente a él, bajó de la unidad. El borracho
murmuró con el chofer, se soltó del tubo y se derrumbó en el asiento recién
desocupado; estaba como mantequilla untada al pan, y desde ahí, continuó
cantando: terminó la balacera, y cinco muertos quedaron, Manuel llevaba tres
tiros, que no lograron tumbarlo, y a los cuatro pistoleros, al infierno los
mandaron. El viejo se puso de pie repentinamente, íbamos pasando por el
panteón Renacimiento. Chofer, bájame en el Moro de Cumpas. Ya con esta me
despido, y un consejo voy a darles, para matar a un valiente, tienen que saber
llegarle, porque actuar sin precaución, la vida puede costarles. A parte de
ser un narcocorrido, nos dejó un narcoconsejo. Nos subculturizamos los
pasajeros.
Este
sujeto ya estaba a punto de bajar del camión cuando se vuelve a despedir con
sus propias palabras hacia ruido que generaban los pasajeros, a la indiferencia
que producía la lástima, la pena ajena, el respeto o la admiración de tal
contingente: Voy a tomarme una cervecita al Moro de Cumpas, ahí está la
banda tocando con orgullo y valor, desde bello puerto de Mazatlán, Sinaloa, un
saludo para el Habal, pura gente bonita y trabajadora. Y las miradas
indiferentes continuaron entre los pasajeros, ni adiós le dijeron.
Y
lo de la gente bonita y trabajadora no me consta, nunca he ido al Habal. Pero
vaya que éste sujeto cambió el cotidiano recorrido. En cuanto llegué a mi casa
busqué la canción que cantó, y para sorpresa de muchos, aquí se las pongo,
digna de reconocer, relatando una historia de tantas que suceden en el
narcotráfico:
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